El primero ni el ultimo amor, solo el verdadero
Me alisté, fuimos juntos al aeropuerto;
nos dimos un último beso y hubo unas lágrimas de ambos.
Tenía la más tierna sonrisa, era una
luz eterna su mirada con esos ojos vivos que rellenaban unas pupilas azules.
Carmelita, era ella en ese entonces una niña que rondaba los once años y yo un
chaval de diez años; nos conocimos en un lugar donde emanaba los dolores,
lamentos y la muerte recurrente: "hospital". Llegué al hospital por
una fractura del fémur derecho por caída de un columpio de lianas
que se desgajó en pleno movimiento de péndulo en el pequeño bosque al
costado del bohío de la finca. Carmelita, llegó por un foco infeccioso
intestinal que casi le conllevó a la muerte. Los días de su recuperación la
pasábamos conversando y compartiendo libros que su padre de ella nos
proporcionaba y una médico del hospital.
Los 10 días que nos vimos fueron los
más felices, quizás porque en los primeros días era huraño a los demás
compañeros de la sección de niños. El pequeño televisor que todos peleaban por
sus programas favoritos era la parte más odiosa; se escuchaban los gritos y
algunas veces las madres que estaban al cuidado de sus hijos también
participaban de la disputa. En ese lapso de tiempo encontraba mi paz redactando
una bitácora que luego lo rayaba para luego leer algún libro.
Después de una semana de
mortificaciones, escuché una voz dulce que me dijo “¿Qué lees?”, le sonríe y le
dije “Mitos, Leyendas y Tradiciones de Lambayeque”; sonrió y le solté la misma
pregunta que ella atinó a responder de manera orgullosa “Platero y yo”. Desde
aquel día nuestros diálogos se hicieron más profundos, más detalles, más cosas
de que los chicos púberes les interesa: la escuela, los juegos, los amigos y
los libros (algo que coincidíamos).
Carmelita, siempre escribía poemas
cortos, en un cuaderno grande, me los pasaba para que los lea, el que más
recuerdo es el siguiente:
Gato chimuelo
De corazón remuelo
Galgo de lana por holgazán
De gustos un patán
De Uñas filudas
Que al ovillo hilas
Los leía tan fuertes y elocuentes que
ella sonría, mientras los demás niños estaban atentos al televisor. Las horas,
quizás hasta los minutos y segundos eran una eternidad. Aquellas noches
teníamos que parar de parlar porque los enfermeros de turnos nos acallaban.
Entre risas encontrábamos el sueño, pensando el día después, siguiendo la misma
rutina. En esa edad el amor es inocente con un apego profundo.
Después de 10 días, le dieron de alta,
le hicieron unas hermosas trenzas que su pelo castaño irradiaba cual luna
llena. Me sentí triste, sabía que nunca íbamos a encontramos en un futuro,
el padre de ella tenía empleos erráticos; casi siempre residían temporalmente
de ciudad en ciudad. Muchos años después, fui a un pequeño pub a tomar una
cerveza en una ciudad costera del país, a mi costado estaba una morena de ojos
azules que tenía la mirada fijada en la mía. Se acercó, y luego me sonrío exclamando
“¿te conozco verdad?”, a lo que yo respondí entonando unos versos:
Me conoces por mi voz,
Por mis factos de perspicaz,
Por la forma de hacer el amor
Sin imaginar el rencor
Que hubo cuando me dejasteis
Sangrando de dolor por tus besos
“Cariño, mira, es el chico del que te
hablé”, Saltó y se abalanzó para abrazarme, me presentó a su novio, era un tipo
raro con una mirada desinteresada. Hicimos mancha, tomamos unos tragos y de
tanto conversar me di cuenta que no había cambiado, seguía siendo elocuente, culta
y con esa hermosa sonrisa expresiva. Al día siguiente salimos a almorzar,
todavía estaban esos ojos vivos y con esas pupilas azules. Le tomé de la mano y
le acaricié sus mejillas para darnos un beso interminable, de esos que parecen
eterno, pero solo fue fugaz y con intervalos de sonrisas. Terminamos en el
hotel donde estaba hospedado, en esa cama copulamos hasta cansarnos y aproveché
para expresar poemas como todo un Neruda. En esos diálogos nos contamos toda
nuestra vida sin omitir nada. Me logró reconocerme porque hacía cuatro años me
agregó a la red social, pero durante ese tiempo nunca nos dimos un saludo. Me
quedé dormido, con ese sueño eterno pensando que unas horas seguiremos
dialogando y copulando, no me interesó si ya tenía alguien en su vida; me
interesaba estar con ella, y luego seguir viéndola, y hasta planificaba visitar
esa ciudad de formas más recurrente con excusas tontas.
Desperté buscando su mirada que no pude
ubicarla, llame a su teléfono sin respuesta, divisé una nota que decía “Si
te quedas, mañana noche estaré contigo en la misma habitación”. Me senté en
la cama, y salí ha pasear por esa ciudad, sin amigos y con la esperanza de
volver a verla. La noche a las 20 horas tocaron mi puerta, era ella,
estaba divina, pasó de manera apresurada y se puso un velo blanco; me sonrío y
me dijo “¡La próxima semana me caso!”. Había plantado a sus amigas de su noche
de despedida de soltera. Nos derrumbamos a la cama, olvidamos que se iba ha
casar y hasta el punto de creer que el tiempo sería eterno para ambos de estar
juntos. Logré levantarme temprano, tenía el vuelo a las 11 horas; como tuve
tiempo y ella dormía tomé una hoja de mi agenda y le escribe un poema corto:
Si tus ojos son el mañana
Daría cualquier excusa maraña
Para volverte a ver
Y amarte con todo mi ser
Construiría una máquina del tiempo
Y desenredaría mi destino que quepo
Para que seas mi eterna
Amante Vertiginosa
Para escribir versos
Procesando infinitos ósculos
Pasando a ser mi primer
amor
Y mi último amor
Que sería el verdadero
Sin excusas ni conveniencia
Me alisté, fuimos juntos al aeropuerto;
nos dimos un último beso y hubo unas lágrimas de ambos. Tomé mi vuelo que al
llegar a mi destino fui directo a la licorería que me compré un pisco que de
manera veloz enrumbé hacia el departamento donde vivía para procesar mi destino
humillante y a resignarme eternamente.
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